Había estado viendo una serie donde se hablaba del abuso. Si es usted como yo. Ha de haber estado pensando mucho en cómo la iglesia puede hacer más para ayudar a estas personas. Me he puesto a pensar y orar sobre posibles respuestas prácticas y al mismo tiempo amorosas para ayudar con este tema.
Pero siendo totalmente honesto contigo. Este tema me intimida MUCHO. Me intimida porque se trata de personas que ya están profundamente heridas y me da miedo no tener las palabras o acciones adecuadas para ayudarlas. Tengo miedo de empeorar las cosas en mi intento de ayudar. No tengo idea de cómo confrontar a los abusadores de una manera directa y amorosa. No sé cómo llevar consuelo y sanación a las víctimas que se encuentran cerca de mi.
Recientemente le confesé esto a alguien que trabaja con víctimas de abuso. Ella me dijo dos cosas: Lo primero, es que probablemente dirás y /o harás algo incorrecto, y lo segundo es que las mayores necesidades de nuestro mundo casi siempre son lejanas, aterradoras y muy confusas.
Me tomó uno o dos minutos asimilar ambas declaraciones.
Quería protestar por lo que dijo. No quería que ella tuviera razón. Quería que me dijera que no estaba entendiendo muy bien y que hay una solución sencilla para todo este asunto.
Pero ella tenía razón. Es cierto.
01 La ayuda bien intencionada a menudo conduce a un daño involuntario.
02 Hay muchos desafíos en la vida que quedan fuera de los límites de una “guía de ayuda de inicio rápido”.
03 Encontrar el equilibrio perfecto entre una confrontación directa pero amorosa es realmente difícil de lograr... y aún más difícil para la otra persona recibirlo con humildad y aprecio.
Ayudar a los demás es complicado, aterrador y confuso.
Y es exactamente lo que Dios quiere que adoptemos en la iglesia.
Finalmente lo entendí cuando pensé en la historia del Buen Samaritano.
Jesús respondió: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Los ladrones lo atacaron. Le quitaron la ropa y lo golpearon. Luego se marcharon dejándolo casi muerto. Un sacerdote iba por el mismo camino. Cuando vio al hombre, pasó de largo. También pasó un Levita. Cuando vio al hombre, pasó también por el otro lado. Pero un Samaritano llegó al lugar donde estaba el hombre. Cuando vio al hombre, sintió pena por él. Se acercó a él, untó sus heridas con aceite de oliva y vino y las vendó. Luego montó al hombre en su propio asno. Lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos monedas de plata. Se los entregó al dueño de la posada. "Cuídalo", dijo. ‘Cuando regrese, te pagaré cualquier gasto extra que tengas” (Lucas 10:30-35 NVI).
El hombre de esta historia fue abusado. Tan maltratado que, sin ayuda, es casi seguro que habría muerto.
De las tres personas que pasaron junto a este hombre, ninguna estaba específicamente calificada con un título médico o una certificación de primeros auxilios. Ninguno de los tres había terminado una formación especializada en técnicas terapéuticas para resolver el trastorno de estrés postraumático provocado por las palizas que recibió en las carreteras. Ninguno de los tres llevaba una bata quirúrgica esterilizada para tratar una herida con sangre.
Pero uno de los tres no dejó que eso lo detuviera.
Simplemente hizo lo que pudo, aunque no tuviera la formación, la vestimenta, la experiencia o los recursos adecuados. Y supongo que hubo momentos en el que cuando el Samaritano estaba ayudando al hombre golpeado, el hombre herido tal vez le hizo una mueca o le pidió que se detuviera. Apuesto también a que no fue la idea más inteligente subir a un hombre casi muerto a un burro.
Pero el Samaritano salvó la vida de ese hombre simplemente haciéndolo de manera imperfecta y misericordiosa lo que quería que hicieran por él.
En la Biblia, Jesús llama a esta respuesta “ser prójimo”.
Si Jesús estuviera en nuestra iglesia hoy, estoy bastante seguro de que nos diría que este mismo método funcionará tan bien para nosotros como lo hizo en el camino a Jericó. Podemos abordar el abuso en nuestras comunidades, iglesias y familias siendo imperfectamente y misericordiosamente buenos vecinos de las personas que Dios trae a nuestros círculos.
Y podemos comenzar hoy pidiéndole a Dios que nos dé el coraje necesario para dejar de permitir que el miedo, la inexperiencia o el desorden nos impida hacer aquello para lo que él nos creó: “Ama a Dios con todo tu corazón y con toda tu alma. Ámalo con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:5 NVI). “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18 NVI).